lunes, 6 de diciembre de 2010

EL MAESTRO

Un anciano tenía fama de sabio y la gente acudía a él en busca de ayuda o de consejo. Y cuando un forastero preguntaba por qué le decían maestro, en qué consistía la sabiduría, o qué ciencia dominaba ese hombre que parecía un humilde campesino, la gente no sabía muy bien qué responder.
- Es un hombre feliz, vive en paz con todos, era una de las tímidas respuestas.
Un joven que escuchó hablar de él y que ansiaba adquirir conocimientos, se presentó una noche para pedirle que le enseñara. El anciano se sorprendió del pedido, pero aceptó con entusiasmo. Hacía muchos años que vivía solo y le gustó la idea de tener a alguien con quien compartir su tiempo nuevamente.
A la mañana siguiente, se levantaron y prendieron el fuego para calentar agua y cocinar el pan que habían dejado preparado la noche anterior. Mientras esperaban que el desayuno estuviera listo, el maestro se sentó en un banquito y se puso a contemplar por la ventana. El discípulo, parado detrás de él, trataba de poner la mirada en el mismo lugar que el maestro, para descubrir qué estaba mirando tan concentrado. Por la ventana sólo se veía el campo, flores silvestres, el gallinero y los perros recibiendo los primeros rayos del sol. A los pocos minutos, el joven se aburrió y se fue a sentar. Tomó un libro de su mochila y comenzó a leer. Sin embargo, a cada momento se distraía y pensaba cómo el maestro podía perder el tiempo sin hacer nada. Cuando el olor a pan inundó la habitación, el maestro se levantó, preparó el te, colocó dos jarros sobre la mesa y el pan sobre una servilleta. Se sentó, indicó, con un gesto de su mano, al discípulo que hiciera lo mismo y comenzó a comer el pan cortándolo en pedacitos y mojándolos en el té caliente. El discípulo estaba asombrado: el maestro se había olvidado de agradecer la comida. Sin disimular y para que el otro se diera cuenta de su error, agachó la cabeza durante unos instantes como si estuviera rezando. Después, comenzó a comer. Cuando terminaron el desayuno, colocaron cada cosa en su lugar y el maestro le preguntó al joven de qué quería conversar. En el instante en que le iba a contestar, se abrió la puerta de golpe y entró un niño corriendo:
- Maestro, maestro, mire el pescado que saqué del agua, hoy vamos a comer como reyes.
El maestro se levantó, aplaudió la hazaña del niño y se ofreció para ayudarlo a limpiar el pescado. Mientras tanto, le preguntó por toda la familia, y le explicó varias maneras de cocinarlo. Antes de que se fuera, le regaló un pequeño recipiente con un condimento especial para darle más sabor a la preparación.
El discípulo estaba asombrado y desconcertado. Ya había pasado más de medio día y no había aprendido nada.
A partir del momento en que el niño dejó la casa, cada vez que el maestro se iba a poner a conversar con él, alguien del pueblo interrumpía la conversación. Iban a pedirle algo o a llevarle un pequeño regalo -una papa, una planta de lechuga, un zapallito-, como agradecimiento por alguna ayuda que él les había dado. Pasó el día y anocheció. El maestro cortó las verduras y puso el caldo en el fuego, mientras amasaba con mucha dedicación el pan para el otro día. Comieron y se fueron a dormir.
Los días siguientes fueron más o menos similares: pasaban las horas yendo de un lugar a otro, ayudando o visitando a las personas del pueblo; trabajaban la pequeña huerta; alimentaban a las gallinas y juntaban los huevos que regalaban al que los necesitaba. Una noche, entre la respiración profunda del maestro y la bronca acumulada por no aprender nada nuevo, el discípulo daba vueltas en la cama sin poder dormir. No sabía si irse o quedarse. Por fin, casi entrada la madrugada decidió probar durante un día más. Al amanecer, el maestro se levantó, se desperezó y comenzó a prender el fuego para el desayuno.
Puso el agua a calentar, el pan a cocinar, y se sentó en el banquito a mirar por la ventana.
Así lo encontró el joven cuando despertó. Se dio cuenta de que todo iba a seguir igual que los días anteriores. Al enojo que había acumulado se le sumó el mal dormir y estalló:
- ¡Yo vine a buscar sabiduría, a entender las cosas de la vida, a aprender a vivir mejor, y lo que me encuentro es alguien con una vida común, diría que vulgar, que ni siquiera es capaz de tener un momento para reflexionar y agradecer al creador por todo lo que recibió de él!
El maestro lo miró con los ojos tristes; una expresión que nunca antes le había visto. Y le contestó:
- Cuando contemplo la mañana por la ventana, veo las flores, huelo su perfume y de esa manera, usando mis ojos y mi olfato para gozar de lo que Dios hizo para nosotros, lo alabo. El campo y el gallinero, son los que nos ofrecen la comida de cada día y, al mirarlos, no me queda más que agradecer por la vida. Los perros descansando me recuerdan que pasaron toda la noche en vela cuidándonos mientras dormimos.
Esto me lleva, necesariamente, a agradecer a Dios que en todo momento y sin descansar tiene sus ojos puestos en nosotros para acompañarnos, para cuidarnos y para hacernos felices. Eso me llena de alegría y paz. Ya no necesito nada más, porque estoy seguro de que Dios está conmigo. Cada persona que golpea mi puerta me hace sentir útil, necesario, querido. Cada vez que recibo un pequeño regalo de la gente humilde de la aldea, siento que es Dios mismo que me lo da, sirviéndose de las manos de los demás y me recuerda, así, que no soy el único que puede dar.
El discípulo estaba tan enojado que casi no escuchó las palabras del anciano. Agradeció, por educación, el hospedaje y volvió a su pueblo, olvidándose por mucho tiempo de lo que el maestro le había dicho.
Allí, conoció una chica de quien se enamoró. Se casaron y formaron una familia.
Cierto día, al volver de trabajar en el campo, vio desde lejos a sus hijos jugando. Se acercó despacio y desde atrás de un árbol se quedó mirando. Así lo descubrió su esposa que le preguntó:
- ¿Qué estás haciendo acá? ¿Qué hacés mirando a los niños jugar?
- Estoy mirando la maravilla más grande que Dios nos ha regalado, estoy alabándolo mientras escucho sus gritos y sus cantos, estoy dando gracias por el trabajo que me permite traerles todo los días un pedazo de pan, y estoy dando gracias a Dios, porque si yo, que soy muy débil, cuido de ellos y me preocupo, cuánto más él con todo su poder y su inmenso amor.
Ese día el hombre recordó las palabras de su maestro y entendió.

sábado, 27 de noviembre de 2010

EL MAESTRO

Un anciano tenía fama de sabio y la gente acudía a él en busca de ayuda o de consejo. Y cuando un forastero preguntaba por qué le decían maestro, en qué consistía la sabiduría, o qué ciencia dominaba ese hombre que parecía un humilde campesino, la gente no sabía muy bien qué responder.
- Es un hombre feliz, vive en paz con todos, era una de las tímidas respuestas.
Un joven que escuchó hablar de él y que ansiaba adquirir conocimientos, se presentó una noche para pedirle que le enseñara. El anciano se sorprendió del pedido, pero aceptó con entusiasmo. Hacía muchos años que vivía solo y le gustó la idea de tener a alguien con quien compartir su tiempo nuevamente.
A la mañana siguiente, se levantaron y prendieron el fuego para calentar agua y cocinar el pan que habían dejado preparado la noche anterior. Mientras esperaban que el desayuno estuviera listo, el maestro se sentó en un banquito y se puso a contemplar por la ventana. El discípulo, parado detrás de él, trataba de poner la mirada en el mismo lugar que el maestro, para descubrir qué estaba mirando tan concentrado. Por la ventana sólo se veía el campo, flores silvestres, el gallinero y los perros recibiendo los primeros rayos del sol. A los pocos minutos, el joven se aburrió y se fue a sentar. Tomó un libro de su mochila y comenzó a leer. Sin embargo, a cada momento se distraía y pensaba cómo el maestro podía perder el tiempo sin hacer nada. Cuando el olor a pan inundó la habitación, el maestro se levantó, preparó el te, colocó dos jarros sobre la mesa y el pan sobre una servilleta. Se sentó, indicó, con un gesto de su mano, al discípulo que hiciera lo mismo y comenzó a comer el pan cortándolo en pedacitos y mojándolos en el té caliente. El discípulo estaba asombrado: el maestro se había olvidado de agradecer la comida. Sin disimular y para que el otro se diera cuenta de su error, agachó la cabeza durante unos instantes como si estuviera rezando. Después, comenzó a comer. Cuando terminaron el desayuno, colocaron cada cosa en su lugar y el maestro le preguntó al joven de qué quería conversar. En el instante en que le iba a contestar, se abrió la puerta de golpe y entró un niño corriendo:
- Maestro, maestro, mire el pescado que saqué del agua, hoy vamos a comer como reyes.
El maestro se levantó, aplaudió la hazaña del niño y se ofreció para ayudarlo a limpiar el pescado. Mientras tanto, le preguntó por toda la familia, y le explicó varias maneras de cocinarlo. Antes de que se fuera, le regaló un pequeño recipiente con un condimento especial para darle más sabor a la preparación.
El discípulo estaba asombrado y desconcertado. Ya había pasado más de medio día y no había aprendido nada.
A partir del momento en que el niño dejó la casa, cada vez que el maestro se iba a poner a conversar con él, alguien del pueblo interrumpía la conversación. Iban a pedirle algo o a llevarle un pequeño regalo -una papa, una planta de lechuga, un zapallito-, como agradecimiento por alguna ayuda que él les había dado. Pasó el día y anocheció. El maestro cortó las verduras y puso el caldo en el fuego, mientras amasaba con mucha dedicación el pan para el otro día. Comieron y se fueron a dormir.
Los días siguientes fueron más o menos similares: pasaban las horas yendo de un lugar a otro, ayudando o visitando a las personas del pueblo; trabajaban la pequeña huerta; alimentaban a las gallinas y juntaban los huevos que regalaban al que los necesitaba. Una noche, entre la respiración profunda del maestro y la bronca acumulada por no aprender nada nuevo, el discípulo daba vueltas en la cama sin poder dormir. No sabía si irse o quedarse. Por fin, casi entrada la madrugada decidió probar durante un día más. Al amanecer, el maestro se levantó, se desperezó y comenzó a prender el fuego para el desayuno.
Puso el agua a calentar, el pan a cocinar, y se sentó en el banquito a mirar por la ventana.
Así lo encontró el joven cuando despertó. Se dio cuenta de que todo iba a seguir igual que los días anteriores. Al enojo que había acumulado se le sumó el mal dormir y estalló:
- ¡Yo vine a buscar sabiduría, a entender las cosas de la vida, a aprender a vivir mejor, y lo que me encuentro es alguien con una vida común, diría que vulgar, que ni siquiera es capaz de tener un momento para reflexionar y agradecer al creador por todo lo que recibió de él!
El maestro lo miró con los ojos tristes; una expresión que nunca antes le había visto. Y le contestó:
- Cuando contemplo la mañana por la ventana, veo las flores, huelo su perfume y de esa manera, usando mis ojos y mi olfato para gozar de lo que Dios hizo para nosotros, lo alabo. El campo y el gallinero, son los que nos ofrecen la comida de cada día y, al mirarlos, no me queda más que agradecer por la vida. Los perros descansando me recuerdan que pasaron toda la noche en vela cuidándonos mientras dormimos.
Esto me lleva, necesariamente, a agradecer a Dios que en todo momento y sin descansar tiene sus ojos puestos en nosotros para acompañarnos, para cuidarnos y para hacernos felices. Eso me llena de alegría y paz. Ya no necesito nada más, porque estoy seguro de que Dios está conmigo. Cada persona que golpea mi puerta me hace sentir útil, necesario, querido. Cada vez que recibo un pequeño regalo de la gente humilde de la aldea, siento que es Dios mismo que me lo da, sirviéndose de las manos de los demás y me recuerda, así, que no soy el único que puede dar.
El discípulo estaba tan enojado que casi no escuchó las palabras del anciano. Agradeció, por educación, el hospedaje y volvió a su pueblo, olvidándose por mucho tiempo de lo que el maestro le había dicho.
Allí, conoció una chica de quien se enamoró. Se casaron y formaron una familia.
Cierto día, al volver de trabajar en el campo, vio desde lejos a sus hijos jugando. Se acercó despacio y desde atrás de un árbol se quedó mirando. Así lo descubrió su esposa que le preguntó:
- ¿Qué estás haciendo acá? ¿Qué hacés mirando a los niños jugar?
- Estoy mirando la maravilla más grande que Dios nos ha regalado, estoy alabándolo mientras escucho sus gritos y sus cantos, estoy dando gracias por el trabajo que me permite traerles todo los días un pedazo de pan, y estoy dando gracias a Dios, porque si yo, que soy muy débil, cuido de ellos y me preocupo, cuánto más él con todo su poder y su inmenso amor.
Ese día el hombre recordó las palabras de su maestro y entendió.

LAS CAMPANAS DEL TEMPLO

El templo había estado sobre una isla, dos millas mar adentro. Tenía un millar de campanas. Grandes y pequeñas campanas, labradas por los mejores artesanos del mundo. Cuando soplaba el viento o arreciaba la tormenta, todas las campanas del templo repicaban al unísono, produciendo una sinfonía que arrebataba a cuantos la escuchaban.
Pero, al cabo de los siglos, la isla se había hundido en el mar y, con ella, el templo y sus campanas. Una antigua tradición afirmaba que las campanas seguían repicando sin cesar y que cualquiera que escuchara atentamente podría oírlas.
Movido por esta tradición, un joven recorrió miles de millas, decidido a escuchar aquellas campanas. Estuvo sentado durante días en la orilla, frente al lugar en el que en otro tiempo se había alzado el templo, y escuchó con toda atención.
Pero lo único que oía era el ruido de las olas al romper contra la orilla. Hizo todos los esfuerzos posibles por alejar de sí el ruido de las olas, al objeto de poder oír las campanas. Pero todo fue en vano; el ruido del mar parecía inundar el universo.
Persistió en su empeño durante semanas. Cuando le invadió el desaliento, tuvo ocasión de escuchar a los sabios de la aldea, que hablaban con unción de la leyenda de las campanas del templo y de quienes las habían oído y certificaban lo fundado de la leyenda. Su corazón ardía en llamas al escuchar aquellas palabras… para retornar al desaliento cuando, tras nuevas semanas de esfuerzo, no obtuvo ningún resultado. Por fin decidió desistir de su intento. Tal vez él no estaba destinado a ser uno de aquellos seres afortunados a quienes les era dado oír las campanas. O tal vez no fuera cierta la leyenda. Regresaría a su casa y reconocería su fracaso. Era su último día en el lugar y decidió acudir una última vez a su observatorio, para decir adios al mar, al cielo, al viento y a los cocoteros.
Se tendió en la arena, contemplando el cielo y escuchando el sonido del mar. Aquel día no opuso resistencia a dicho sonido, sino que, por el contrario, se entregó a él y descubrió que el bramido de las olas era un sonido realmente dulce y agradable. Pronto quedó tan absorto en aquel sonido que apenas era consciente de sí mismo. Tan profundo era el silencio que producía en su corazón…
¡Y en medio de aquel silencio lo oyó! El tañido de una campanilla, seguido por el de otra, y otra, y otra… Y en seguida todas y cada una de las mil campanas del templo repicaban en una gloriosa armonía, y su corazón se vio transportado de asombro y alegría.

LA POBREZA Y LA FE

No habrá tenido mucho. Pero lo que tenía era muy suyo. Sobre todo, porque de tanto llevarlo encima había terminado por sentir indispensables todas esas realidades: sus botas, su poncho, sus ropas, su chambergo y su facón.
¡Habían compartido tantas cosas juntos, que había terminado por encariñarse con todo eso! Más que cosas suyas, las sentía como parte de sí mismo. Como realidades de su misma historia. Al sentir consigo todas esas realidades, se sentía viviendo una historia con continuidad: historia con pasado. Y todo hombre que está en camino siente la tentación del pasado. Tentación que se concretiza en el poseer; en el no dejar.
Al llegar a la orilla de ese río, la opción le resultó dura. Esa realidad del río que atravesaba como un tajo su camino, le exigía una decisión dolorosa. No es que no quisiera atravesarlo; ¡si para eso se había puesto en camino! Lo duro no estaba en vadearlo; sino en que para vadearlo debía tomar una actitud nueva frente a todas sus cosas viejas; frente a todo lo que era suyo; frente a todo lo que se le había adherido.
Todo bicho exigido a dejar el pellejo, busca arrinconarse. Lo busca hasta el gusano que quiere ser mariposa. Para poder crecer hasta el volido, necesita aceptar el retiro del capullo. La rosa y el gusano lo hacen por instinto; al cristiano, por ser hombre, le toca decidirlo.
Al llegar a la orilla del río, nuestro hombre se acurrucó en silencio. Antes de despojarse por afuera necesitaba unificarse por dentro. Necesitaba mirar la correntada, dejar que ella le entrara por los ojos y se le fuera corazón adentro. Necesitaba que el corazón pasase primero, para poder luego seguirlo su cuerpo. En esa actitud se le fue la tarde, y la noche le cayó encima con todo su misterio. Y en esa actitud lo pilló el lucero. Fue entonces recién cuando dijo: "sí". Un sí que lo venía arreando desde lejos. El mismo sí, que lo pusiera en movimiento al comienzo.
Despacio se puso de pie, se quitó el poncho y lo tendió en el suelo. Se sacó las botas y las colocó en el centro. Luego el facón, el pañuelo, la faja y el chambergo. A cada pilcha que entregaba, el hombre se iba empobreciendo. Los grandes momentos de la vida no necesitan dramatismo. El drama es el escenario ficticio que necesitan ciertos acontecimientos cuando carecen de suficiente espesor para impactarnos por sí mismos. O cuando no han sido aceptados por la rumia y nos resultan indigestos.
Por eso el hombre, sin broma ni drama, ató las cuatro puntas del poncho que contenía todo los suyo. Lo voleó tres veces como un lazo para darle impulso y lo tiró por encima de la correntada para que fuera a caer a la otra orilla. De este modo colocaba lo suyo allí donde él mismo debía llegar. Hacía que lo suyo se le adelantara para esperarlo en la meta.
Y allí quedó él, en la orilla de acá, liberado de todo para poder vadear mejor ese río y urgido a vadearlo para poder encontrarse con todo lo suyo, que lo había precedido. Porque era un hombre que amaba profundamente lo suyo. 
Nada se ha de perder de lo que el Padre nos ha dado.Hace más de veintitrés siglos un joven salmista, al que le pasó algo parecido, le decía al Señor en un largo poema:
Yo pongo mi esperanza en vos Señor, que no quede frustrada mi esperanza

Aguila o Pato... tú decides.

Rodrigo estaba haciendo fila para poder ir al aeropuerto.
Cuando un taxista se acercó, lo primero que notó fue que el taxi estaba limpio y brillante. El chofer bien vestido con una camisa blanca, corbata negra y pantalones negros muy bien planchados, el taxista salió del auto, dio la vuelta y le abrió la puerta trasera del taxi.
Le alcanzo un cartón plastificado y le dijo: yo soy Willy, su chofer. Mientras pongo su maleta en el portaequipaje me gustaría que lea mi Misión.
Después de sentarse, Rodrigo leyó la tarjeta: Misión de Willy: “Hacer llegar a mis clientes a su destino final de la manera mas rápida, segura y económica posible, brindándole un ambiente amigable”
Rodrigo quedó impactado. Especialmente cuando se dio cuenta que el interior del taxi estaba igual que el exterior, limpio sin una mancha.
Mientras se acomodaba detrás del volante Willy le dijo, “Le gustaría un café? Tengo unos termos con café regular y descafeinado”. Rodrigo bromeando le dijo: “No, preferiría un refresco” Willy sonrío y dijo: “No hay problema tengo un hielera con refresco de Cola regular y dietética, agua y jugo de naranja”. Casi tartamudeando Rodrigo le dijo: “Tomaré la Cola dietética”
Pasándole su bebida, Willy le dijo, “Si desea usted algo para leer, tengo Etiqueta Negra, Caretas, El Comercio  y Selecciones”
Al comenzar el viaje, Willy le pasó a Rodrigo otro cartón plastificado, “Éstas son las estaciones de radio que tengo y la lista de canciones que tocan, si desea escuchar la radio”
Y como si esto no fuera demasiado, Willy le dijo que tenía el aire acondicionado encendido y preguntó si la temperatura estaba bien para él. Luego le avisó cuál sería la mejor ruta a su destino a esta hora del día.

También le hizo conocer que estaría contento de conversar con él o, si prefería, lo dejaría solo en sus meditaciones. 
“Dime Willy, le pregunto asombrado Rodrigo- siempre has atendido a tus clientes así?”
Willy sonrió a través del espejo retrovisor. “No, no siempre. De hecho, solamente los dos últimos años. Mis primero cinco años manejando los gasté la mayor parte del tiempo quejándome igual que el resto de los taxistas. Un día escuché en la radio acerca del Dr. Dyer un “gurú” del desarrollo personal.  El acababa de escribir un libro llamado “Tú lo obtendrás cuando creas en ello”. Dyer decía que si tú te levantas en la mañana esperando tener un mal día, seguro que lo tendrás, muy rara vez no se te cumplirá. El decía: Deja de quejarte. Sé diferente de tu competencia. No seas un pato, sé un águila. Los patos sólo hacen ruido y se quejan, las águilas se elevan por encima del grupo”.
“Esto me llegó aquí, en medio de los ojos”, dijo Willy. “Dyer estaba realmente hablando de mi. Yo estaba todo el tiempo haciendo ruido y quejándome, entonces decidí cambiar mi actitud y ser un águila. Miré alrededor a los otros taxis y sus choferes, los taxis estaban sucios, los choferes no eran amigables y los clientes no estaban contentos. Entonces decidí hacer algunos cambios. Uno a la vez. Cuando mis clientes respondieron bien, hice más cambios”. 
“Se nota que los cambios te han pagado”, le dijo Rodrigo.
“Sí, seguro que sí”, le dijo Willy. “Mi primer año de águila dupliqué mis ingresos con respecto al año anterior. Este año posiblemente lo cuadruplique. Usted tuvo suerte de tomar mi taxi hoy. Usualmente ya no estoy en la parada de taxis. Mis clientes hacen reservación a través de mi celular o dejan mensajes en mi contestador. Si yo no puedo servirlos, consigo un amigo taxista águila confiable para que haga el servicio”.

Willy era fenomenal. Estaba haciendo el servicio de una limusina en un taxi normal.
Posiblemente haya contado esta historia a más de cincuenta taxistas, y solamente dos tomaron la idea y la desarrollaron. Cuando voy a sus ciudades, los llamo a ellos. El resto de los taxistas hacen bulla como los patos y me cuentan todas las razones por las que no pueden hacer nada de lo que les sugería.
Willy el taxista, tomó una diferente alternativa : 
El decidió dejar de hacer ruido y quejarse como los patos y volar por encima del grupo como las águilas. 
No importa si trabajas en una oficina, en mantenimiento, eres maestro, Un servidor publico, político, ejecutivo, empleado o profesionista, ¿Cómo te comportas? ¿Te dedicas a hacer ruido y a quejarte? ¿Te estás elevando por encima de los otros?

Recuerda: ES TÚ DECISIÓN Y CADA VEZ TIENES MENOS TIEMPO PARA TOMARLA 

sábado, 13 de noviembre de 2010

“La pequeña orquesta”

Había una vez tres instrumentos musicales que no se llevaban nada bien. La flauta, la guitarra y el tambor siempre estaban discutiendo por ver quién era el mejor: La flauta decía que su sonido era el más dulce de todos. La guitarra decía que ella era la que hacía mejores melodías. Y el tambor decía que él llevaba el ritmo mejor que nadie.
Todos se creían los mejores y despreciaban a los otros. Por eso, cada uno se iba a tocar a una parte distinta de la habitación donde vivían. Pero el sonido del tambor molestaba a la flauta, la flauta molestaba a la guitarra y la guitarra molestaba al tambor.
Allí no había quien pudiera tocar tranquilo. En lugar de hacer música hacían ruido. Y si alguien se paraba a escucharles, pronto sentía un fuerte dolor de cabeza. Siempre pasaba lo mismo.
Hasta que un día llegó una batuta a vivir con ellos. Al ver lo que ocurría, les dijo que ella podría ayudarles si querían. Pero los tres instrumentos estaban convencidos de que nadie podía ayudarles. La mejor solución era separarse y que cada uno se marchara a vivir a otra parte. Así podrían tocar a gusto, sin tener que soportar lo mal que tocaban los demás.
La batuta les propuso intentar hacer una cosa: tocar juntos una misma canción. Ella les ayudaría a hacerlo. Al principio no estaban muy convencidos; pero al final, aceptaron. Les dijo lo que tenía que tocar cada uno y, después de un breve ensayo, comenzó a sonar la canción.
Los tres instrumentos miraban fijamente a la batuta, que les indicaba a cada momento cómo y cuándo tenían que tocar. La canción iba sonando muy bien. La flauta, la guitarra y el tambor no salían de su asombro. Estaban tocando juntos una misma canción y les estaba saliendo bien. Habían comenzado a hacer música.
Cuando acabaron de tocar, estaban tan contentos de cómo les había salido, que se felicitaron. Era la primera vez que se ponían de acuerdo en algo. Le pidieron a la batuta que les hiciera tocar otra vez la misma canción. La estuvieron tocando todo el día cientos de veces. Todo el que pasaba por allí, al escucharles, se quedaba admirado de lo bien que tocaban.
Al unirse y poner en común lo mejor de cada uno, habían conseguido formar una pequeña orquesta. Desde entonces, se dedicaron a dar conciertos por todas partes y se hicieron famosos por lo bien que tocaban juntos.

“El gusano y la mariposa”

Había una vez un gusano que iba por el campo. Era de color blanco con puntitos verdes en la espalda. Nadie lo quería porque decían que era muy feo y repugnante. El pobre gusano se arrastraba muy triste por el suelo. Cuando llegaba a una planta, todos los insectos que había en ella se burlaban de él. No encontraba a nadie que le hiciera compañía, o quisiera jugar con él.
La única distracción que tenía era subirse a lo alto de un árbol y ver volar a las mariposas. Daría cualquier cosa por volar como ellas. Se pasaba allí horas y horas observándolas. Pero cuando bajaba al suelo, volvía a encontrarse con las mismas burlas e insultos de siempre. Cansado de todo esto, decidió subirse a lo más alto de un árbol para que nadie pudiera encontrarlo. Nunca más volvería a bajar al suelo.
Un día, una mariposa se puso a descansar en la rama donde estaba él. Éste se acercó hacia ella y comenzaron a  hablar. Al final, se hicieron muy amigos. Y desde entonces, pasaban largos ratos hablando y estando juntos. Después de un tiempo, el gusano le hizo esta pregunta:
- ¿Por qué has querido ser mi amiga si nadie me quiere por lo feo y repugnante que soy?
Y la mariposa le respondió:
- Lo que importa para ser amigos, no es cómo eres por fuera, sino lo buena persona que eres por dentro.
El gusano estaba muy contento porque había encontrado un amigo de verdad. Estaba tan feliz que, una noche, mientras estaba durmiendo en lo alto de su árbol, su cuerpo comenzó a transformarse. A la mañana siguiente, se había convertido en una mariposa bellísima, como nunca se había visto. Cuando su amiga mariposa vino a verle, y vio lo que le había ocurrido, se alegró mucho y le dijo:
- Ahora has sacado hacia fuera la belleza y lo buena persona que antes eras por dentro.
Y las dos mariposas se pusieron a volar juntas. Desde ese momento, cada vez que veían a un gusano triste en lo alto de alguna rama, bajaban y se ponían junto a él. Y se volvía a repetir la misma historia.

La jaula de los jilgueros

Había una vez una jaula muy grande que estaba llena de jilgueros. Todas las mañanas, cuando salía el sol, todos comenzaban a cantar. En pocos lugares se escuchaban unos cantos tan bonitos como aquellos. Pero había un jilguero que destacaba por lo bien que lo hacía. Nunca se había oído cantar a un pájaro de esa manera.
Un hombre muy rico oyó hablar de este jilguero y quiso tenerlo en su casa. Fue al dueño y le ofreció una fortuna a cambio del pájaro. Pero el dueño le dijo que había un pequeño problema. Como todos eran tan parecidos, no sabía distinguir cuál de ellos era. Aunque la cosa era de fácil solución; cuando le oyera cantar, se fijaría en él y le haría una marca. Así que, el hombre rico quedó en volver al día siguiente para llevárselo.
El dueño se puso a buscar al que cantaba tan bien. Cuando lo descubrió, lo cogió y le arrancó una pluma de la cola. Así lo podría reconocer con facilidad.
Por la noche, todos los jilgueros que vivían en la gran jaula estaban muy preocupados. Habían caído en la cuenta de que el dueño quería vender al que mejor cantaba. Estaban muy unidos y no querían perder a un buen amigo. Por eso, buscaron la manera de impedir que su amigo fuera vendido. Después de estar un rato pensando, a uno de ellos se le ocurrió una brillante idea. Arrancarse todos la misma pluma de la cola. Así no podrían reconocerle y no lo venderían.
A la mañana siguiente, llegó el hombre rico a por el jilguero. El dueño lo acompañó hasta la jaula diciéndole que ya estaba todo solucionado. Pero cuando empezó a buscarlo, se dio cuenta de que a todos les faltaba la  misma pluma de la cola. Al final, no pudo encontrarlo y el jilguero no fue vendido. La unión de sus amigos había conseguido salvarle.

“El cofre del tesoro”

Un campesino estaba haciendo un pozo en su campo. Cuando llevaba horas cavando con su pala, encontró un cofre enterrado. Lo sacó de allí y al abrirlo vio lo que nunca había visto en su vida: un fabuloso tesoro. El cofre estaba lleno de diamantes, monedas de oro, joyas bellísimas, collares de perlas, esmeraldas, zafiros y un sin fin de objetos preciosos que harían las delicias de cualquier rey. 
Pasado el primer momento de sorpresa, el campesino se quedó mirando el cofre. Viendo las riquezas que contenía pensó que era un regalo que Dios le había hecho. Pero aquello no podía ser para él solo, era demasiado. Él era un simple campesino que vivía feliz trabajando la tierra. Seguramente, había habido alguna equivocación.
Muy decidido, cargó el cofre en una carretilla. Tomó el camino que conducía a la casa donde vivía Dios para devolvérselo. Al rato de ir por allí, encontró a una mujer llorando al borde del camino. Sus hijos no tenían nada para comer y los iban a echar de la casa donde vivían por no poder pagar el alquiler. El campesino se compadeció de aquella mujer y, pensando que a Dios no le importaría, abrió el cofre y le dio un puñado de diamantes y monedas de oro. Lo suficiente para solucionar el problema.
Más adelante vio un carromato parado en el camino. El caballo que tiraba de él había muerto. El dueño estaba desesperado. Se ganaba la vida transportando cosas de un lugar a otro. Ahora ya no podría hacerlo. No tenía dinero para comprar otro caballo. El campesino abrió el cofre y le dio lo necesario para un nuevo caballo.
Al anochecer, llegó a una aldea donde un incendio había arrasado todas las cosas. Los aldeanos dormían en la calle. El campesino pasó la noche con ellos y a la mañana siguiente, les dejó lo suficiente para que reconstruyeran toda la aldea e nuevo.
Y así iba recorriendo el camino aquel campesino. Siempre se cruzaba con alguien que tenía algún problema. Fueron tantos que, cuando ya le faltaba poco para llegar a la casa de Dios, sólo le quedaba un diamante. Era lo único que le había quedado para devolverle a Dios. Aunque poco le duró, porque cayó enfermo de unas fiebres y una familia le recogió para cuidarle. En agradecimiento, les dio el diamante que le quedaba.
Cuando llegó a la casa de Dios, éste salió a recibirle. Y, antes de que el campesino pudiera explicarle todo lo ocurrido, Dios le dijo:
-Menos mal que has venido, amigo. Fui a tu casa para decirte una cosa, pero no te encontré. Mira, en tu campo hay enterrado un tesoro. Por favor, encuéntralo y repártelo entre todos los que lo necesiten.

“Un helado de chocolate”

Un día, un niño se compró un helado de chocolate. Cuando iba a destaparlo, se acordó de que a su hermano mayor le encantaba el chocolate. Fue a casa, lo guardó en la nevera y le dijo a su hermano que había comprado su helado preferido. Éste se puso muy contento y le dijo que ya se lo comería más tarde. Pasó un rato y el hermano mayor fue a coger su helado. Pero cuando iba a destaparlo, su hermana pequeña le agarró de las piernas y se lo pidió. Al final, acabó dándoselo.
La hermana pequeña se fue muy contenta con su helado. Se sentó en una silla del comedor y se puso a mirar el helado. Estuvo pensando un momento, y después fue rápidamente a buscar a su madre. La encontró en la terraza tendiendo la ropa. Había pensado regalarle su helado, porque sabía que le gustaba mucho el chocolate. La madre la cogió en brazos y le dio un beso. Le dijo que ahora no podía comérselo, que se lo guardara en la nevera.
A mediodía llegó el padre a casa cansado del trabajo. Hacía mucho calor, y la madre, al oírle llegar, le dijo que se comiera el helado de chocolate que había en la nevera. El padre fue y lo cogió. Lo destapó y empezó a comérselo.
Entonces recordó que a sus hijos les encantaba el chocolate. Mientras se comía el helado, fue a la tienda de abajo y compró una tarta helada de chocolate. Cuando llegó la hora de comer, todos se llevaron una gran sorpresa con aquella tarta. Al pensar los unos en los otros, habían salido todos ganando.

“El valor de cada uno”

Un niño entró en una tienda de animales y preguntó el precio de unos cachorros que estaban en venta.
-Entre 30 y 50 euros, respondió el dueño.
El niño sacó unas monedas de su bolsillo y dijo:
-Sólo tengo 2 euros...¿Podría ver los perritos?
El dueño de la tienda sonrió y llamó a Fifi, la madre de los cachorritos, que vino corriendo, seguida de cinco bolitas de pelo. Uno de los cachorritos venía el último y caminaba con dificultad.
El niño, señalando a aquel cachorrito, preguntó:
-¿Qué le ha pasado?
El dueño de la tienda le dijo que el veterinario le había examinado y descubrió que tenía un problema en el hueso de la cadera, de manera que siempre caminaría con dificultad.
El niño se animó y dijo con los ojos llenos de alegría:
¡Ése es el perrito que quiero comprar!
El dueño de la tienda respondió:
-No, a este no lo puedes comprar. Si de veras lo quieres, te lo regalo.
El niño guardó silencio y con los ojos llenos de lágrimas, miró fijamente al dueño de la tienda y le dijo:
-Yo no quiero que usted me lo regale. Este perrito vale igual que cualquiera de los otros y yo voy a pagarlo todo. Le doy ahora 2 euros, y le iré pagando cinco euros cada mes, hasta pagar todo.
Sorprendido, el dueño de la tienda le contestó:
-¿Cómo vas a comprar este perrito? Nunca podrá correr, saltar o jugar contigo y con los otros perritos.
El niño, muy serio, se agachó y se descubrió lentamente la pierna izquierda, dejando ver la prótesis que usaba para andar... Y, mirando al dueño de la tienda le respondió:
-Mire...a mí me falta una pierna...Yo no corro muy bien y el perrito va a necesitar de alguien que lo entienda.
A veces despreciamos a las personas con quienes convivimos todos los días a causa de sus defectos, cuando en realidad todos somos iguales o peor que ellas. No nos damos cuenta de que esas mismas personas necesitan de alguien que las comprenda y las ame, no por lo que ellas pudieran hacer, sino por lo que realmente son. Amar a todos es difícil, pero no imposible.

Asamblea en la carpintería

Cuentan que en la carpintería hubo una vez una extraña asamblea.

Fue una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias.

El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa? ¡Hacía demasiado ruido! Y, además, se pasaba el tiempo golpeando.

El martillo acepto su culpa, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo; dijo que había que darle muchas vueltas para que sirviera para algo.

Ante el ataque, el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija.
Hizo ver que era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás.

Y la lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado el metro que siempre se la pasaba midiendo a los demás según su medida, como si fuera el único perfecto.

En esto entro el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo.

Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Finalmente la tosca madera inicial se convirtió en un fino mueble.

Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación.

Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho, y dijo:
-"Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos. Así que no pensemos ya en nuestros puntos malos y concentrémonos en la utilidad de nuestros puntos buenos”.

La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija era especial para afinar y limar asperezas y observaron que el metro era preciso y exacto.

Se sintieron entonces un equipo capaz de producir muebles de calidad. Se sintieron orgullosos de su fortaleza y de trabajar juntos.

Ocurre lo mismo con los seres humanos. Observen y lo comprobarán.
Cuando en una empresa el personal busca a menudo defectos en los demás, la situación se vuelve tensa y negativa. En cambio al tratar con sinceridad de percibir los puntos fuertes de los demás, es cuando florecen los mejores logros humanos.

Es fácil encontrar defectos, cualquier tonto puede hacerlo. Pero encontrar cualidades, eso es para los espíritus superiores que son capaces de inspirar los éxitos humanos.


Este cuento es de Mamerto Menapace

EL ÁRBOL DE LA CRUZ

Una vez una persona andaba buscando al Señor. Le habían comentado de una invitación que hacía a todos para llegar hasta su Reino, donde dicen que tenía reservada una morada para cada uno de sus amigos, y él también tenía ganas de ser amigo del Señor. ¿Por qué no? Si otros lo habían logrado, ¿qué le impedía a él llegar a ser uno de ellos? Averiguando acerca del paradero, se enteró de que el Señor se había ido monte adentro con un hacha, a fin de preparar para cada uno de sus amigos, lo que necesitaría para el viaje y se largó a campearlo. Los golpes del hacha lo fueron guiando hasta una isleta. Atravesó el bosque tratando de acercarse al lugar de donde provenían los golpes. Al fin llegó y se encontró con el mismísimo Señor que estaba preparando las cruces para cada uno de sus amigos, antes de partir hacia su casa, a fin de disponer un lugar para cada uno.
-¿Qué estás haciendo? -le preguntó el joven al Señor. -Estoy preparando a cada uno de mis amigos la cruz con la que tendrán que cargar para seguirme y así poder entrar en mi Reino.
-¿Puedo ser yo también uno de tus amigos? -volvió a preguntar el muchacho-
-¡Claro que sí! -le dijo Jesús-. Es lo que estaba esperando que me pidieras. Si quieres serlo de verdad, tendrás que tomar también tu cruz y seguir mis huellas. Porque yo tengo que adelantarme para ir a prepararles un lugar.
-¿Cuál es mi cruz, Señor? -Esta que acabo de hacer. Sabiendo que venías y viendo que los obstáculos no te detenían, me puse a preparártela especialmente y con cariño para ti.
La verdad que muy, muy preparada no estaba. Se trataba prácticamente de dos troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de terminación ni arreglos. Las ramas de los troncos habían sido cortadas de abajo hacia arriba, por lo que sobresalían pedazos por todas partes. Era una cruz de madera dura, bastante pesada, y sobre todo muy mal terminada. El joven al verla pensó que el Señor no se había esmerado demasiado en preparársela. Pero como quería realmente entrar en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros, comenzando el largo camino, con la mirada en las huellas del Maestro. Y cargó la incómoda cruz. Hizo también su aparición el diablo, es su costumbre hacerse presente en estas ocasiones, y en aquella circunstancia no fue diferente, porque donde anda Dios, acude el diablo.
Desde atrás le pegó el grito al joven que ya se había puesto en camino.
-¡Olvidaste algo! Extrañado por aquella llamada, miró hacia atrás y vio al diablo muy comedido, que se acercaba sonriente con el hacha en la mano para entregársela.
-Pero ¿cómo? ¿También tengo que llevarme el hacha? - preguntó molesto el muchacho.
-No sé -dijo el diablo haciéndose el inocente. Pero creo es conveniente que te la lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás, sería una lástima dejar abandonada un hacha tan linda.
La propuesta le pareció tan razonable, que sin pensar demasiado, tomó el hacha y reanudó su camino. Duro camino, por varias cosas. Primero, y sobre todo, por la soledad. Él creía que lo haría con la visible compañía del Maestro. Pero resulta que se había ido, dejando sólo sus huellas.

Siempre la cruz encierra la soledad, y a veces la ausencia que más duele en este camino es la de no sentir a Dios a nuestro lado. Algo así como si nos hubiera abandonado.
El camino también era duro por otros motivos. En realidad no había camino. Simplemente eran huellas por el monte. Hacía frío en aquel invierno y la cruz era pesada. Sobre todo, era molesta por su falta de terminación. Parecía como que las salientes se empeñaran en engancharse por todas partes a fin de retenerlo. Y se le incrustaban en la piel para hacerle más doloroso el camino.
Una noche particularmente fría y llena de soledad, se detuvo a descansar en un descampado.
Depositó la cruz en el suelo, a la vez que tomó conciencia de la utilidad que podría brindarle el hacha. Quizá el Maligno -que lo seguía a escondidas- ayudó un poco arrimándole la idea mediante el brillo del instrumento.
Lo cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con calma y despacito le fue quitando los nudos que más le molestaban, suprimiendo aquellos muñones de ramas mal cortadas, que tantos disgustos le estaban proporcionando en el camino. Y consiguió dos cosas.
Primero, mejorar el madero. Y segundo, se agenció de un montoncito de leña que le vino como mandado a pedir para prepararse una hoguera con el que calentar sus manos ateridas. Y así esa noche durmió tranquilo.
A la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche a noche su cruz fue mejorada, pulida por el trabajo que en ella iba realizando.
Mientras su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía también tener la madera necesaria para hacer fuego cada noche.
Casi se sintió agradecido al demonio porque le había hecho traerse el hacha consigo.
Después de todo había sido una suerte contar con aquel instrumento que le permitía el trabajo sobre su cruz.
Estaba satisfecho con la tarea, y hasta sentía un pequeño orgullo por su obra de arte. La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso mucho menor. Bien pulida, brillaba a los rayos del sol, y casi no molestaba al cargarla sobre sus hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a poder levantarla con una sola mano como un estandarte para así identificarse ante los demás como seguidor del crucificado. Y si le daban tiempo, podría llegar a acondicionarla hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz colgada de una cadenita al cuello como un adorno sobre su pecho, para alegría de Dios y testimonio ante los demás.
Y de este modo consiguió su meta, es decir, sus metas. Porque para cuando llegó a las murallas del Reino, se dio cuenta de que gracias a su trabajo, estaba descansado y además podía presentar una cruz muy bonita, que ciertamente quedaría como recuerdo en la Casa del Padre. Pero no todo fue tan sencillo. Resulta que la puerta de entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la muralla. Se trataba de una puerta estrecha, abierta casi como ventana a una altura imposible de alcanzar.
Llamó a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto se le apareció el Señor invitándolo a entar.
-Pero, ¿cómo, Señor? No puedo. La puerta está demasiado alta y no la alcanzo.
-Apoya la cruz contra la muralla y luego trepa por ella utilizándola como escalera -le respondió Jesús-. Yo te dejé a propósito los nudos para que te sirviera. Además tiene el tamaño justo para que puedas llegar hasta la entrada.
En ese momento el joven se dio cuenta de que realmente la cruz recibida había tenido sentido y que de verdad el Señor la había preparado bien. Sin embargo, ya era tarde. Su pequeña cruz, pulida, y recortada, le parecía ahora un juguete inútil.
Era muy bonita pero no le servía para entrar. El diablo, astuto como siempre, había resultado mal consejero y peor amigo.
Pero, el Señor, es bondadoso y compasivo. No podía ignorar la buena voluntad del muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por eso le dio un consejo y otra oportunidad.
-Vuelve sobre tus pasos. Seguramente en el camino encontrarás a alguno que ya no puede más, y ha quedado aplastado bajo su cruz. Ayúdale tú a traerla. De esta manera tú le posibilitarás que logre hacer su camino y llegue. Y él te ayudará a ti, a que puedas entrar.....

¿Es Usted Jesús?

Un grupo de vendedores fue a una convención de ventas. Todos le habían prometido a sus esposas que llegarían a tiempo para cenar el viernes por la noche.

Sin embargo, la convención terminó un poco tarde, y llegaron retrasados
Al aeropuerto. Entraron todos con sus boletos y portafolios, corriendo por los pasillos.

De repente, y sin quererlo, uno de los vendedores tropezó con una mesa que tenía una canasta de manzanas. Las manzanas salieron volando por todas partes. Sin detenerse, ni voltear para atrás, los vendedores siguieron corriendo, y apenas alcanzaron a subirse al avión.

Todos menos uno. Éste se detuvo, respiró hondo, y experimentó un sentimiento de compasión por la dueña del puesto de manzanas. Le dijo a sus amigos que siguieran sin él y le pidió a uno de ellos que al llegar llamara a su esposa y le explicara que iba a llegar en un vuelo más tarde.
Luego se regresó a la terminal y se encontró con todas las manzanas tiradas por el suelo. Su sorpresa fue enorme, al darse cuenta de que la dueña del puesto era una niña ciega. La encontró llorando, con enormes lágrimas corriendo por sus mejillas.

Tanteaba el piso, tratando, en vano, de recoger las manzanas, mientras la multitud pasaba, vertiginosa, sin detenerse; sin importarle su desdicha. El hombre se arrodilló con ella, juntó las manzanas, las metió a la canasta y le ayudó a montar el puesto nuevamente.

Mientras lo hacía, se dio cuenta de que muchas se habían golpeado y estaban magulladas. Las tomó y las puso en otra canasta. Cuando terminó, sacó su cartera y le dijo a la niña: "Toma, por favor, estos cien pesos por el daño que hicimos. ¿Estás bien?"
Ella, llorando, asintió con la cabeza. El continuó, diciéndole, "Espero no haber arruinado tu día".

Conforme el vendedor empezó a alejarse, la niña le gritó: "Señor...".
Él se detuvo y volteó a mirar esos ojos ciegos. Ella continuó: "¿Es usted Jesús...?"

Él se paró en seco y dio varias vueltas, antes de dirigirse a abordar
otro vuelo, con esa pregunta quemándole y vibrando en su alma:


"¿Es usted Jesús?”

Jesús…

He aquí un hombre que nació en una aldea insignificante.
Creció en una villa oscura. Trabajó hasta los 30 años en una carpintería.
Durante tres años fue predicador ambulante.
Nunca escribió un libro.
Nunca tuvo un puesto de importancia.
No formó una familia.
No fue a la universidad.
Nunca puso sus pies en lo que consideraríamos una gran ciudad.
Nunca viajó a más de trescientos kilómetros de su ciudad natal.
No hizo ninguna de las cosas que generalmente acompañan a los grandes.
No tuvo más credenciales que su propia persona.
La opinión popular se puso en contra suya.
Sus amigos huyeron. Uno de ellos lo traicionó.
Fue entregado a sus enemigos.
Tuvo que soportar la farsa de un proceso judicial.
Lo asesinaron clavándolo en una cruz, entre dos ladrones.
Mientras agonizaba, los encargados de su ejecución se disputaron la única cosa que fue de su propiedad: una túnica.
Lo sepultaron en una tumba prestada por la compasión de un amigo.
Según las normas sociales, su vida fue un fracaso total.
Han pasado casi veinte siglos y hoy Él es la pieza central en el ajedrez de la historia humana.
No es exagerado decir que todos los ejércitos que han marchado, todas las armadas que se han construido, todos los parlamentos que han sesionado y todos los reyes y autoridades que han gobernado, puestos juntos, no han afectado tan poderosamente la existencia del ser humano sobre la tierra como la vida sencilla de Jesús.

Te has dado cuenta que...

Cuando otro actúa de esa manera, decimos que tiene mal genio; pero cuando tú lo haces, son los nervios.

Cuando el otro se apega a sus métodos, es obstinado; pero cuando tú lo haces, es firmeza.

Cuando el otro no le gusta tu amigo, tiene prejuicios; pero cuando a ti no te gusta su amigo, sencillamente muestras ser un buen juez de la naturaleza humana.

Cuando el otro hace las cosas con calma, es una tortuga; pero cuando tú lo haces despacio es porque te gusta pensar las cosas.

Cuando el otro gasta mucho, es un despilfarro; pero cuando tú lo haces, eres generoso.

Cuando el otro encuentra defectos en las cosas, es maniático; pero cuando tú lo haces, es porque sabes discernir.

Cuando el otro tiene modales suaves, es débil; cuando tú lo haces, eres cortés.

Cuando el otro rompe algo, es torpe; cuando tú lo haces  eres enérgico.

 ¿Por qué te fijas en las astillas que tiene tu hermano y no te fijas en la viga que tienes en el tuyo?

Veamos las virtudes de los demás, y dejemos de juzgar, que conforme a nuestro juicio seremos juzgados. 

El anciano diácono

Le llamaremos Juan. Está despeinado, descalzo, su camisa agujereada; su pantalón anda en las mismas. Así vistió durante sus cuatro años de estudios universitarios. Es brillante... mas, es un tanto callado; se convirtió a Cristo mientras estudiaba. Frente a la universidad hay una iglesia: conservadora, de gente refinada. Tienen deseos de poder evangelizar a los jóvenes estudiantes, mas, no saben cómo hacerlo.
Un buen día, Juan decide visitar dicha iglesia. Entra, descalzo, con su vieja y rota ropa y su cabello despeinado. La misa ha comenzado; camina por el pasillo en busca de un lugar para sentarse. Como está llena la iglesia, no halla lugar. La gente se ve algo incómoda, mas, nadie se atreve hablar. Juan se acerca al púlpito, mas, no hallando lugar, se sienta en el piso alfombrado (conducta aceptada en la universidad, pero que jamás había ocurrido tal en esta iglesia).
¡Hay tensión en el medio ambiente... la gente está incómoda! Ahora el sacerdote observa cómo un bien vestido, anciano y canoso diácono se encamina lentamente hacia Juan. Es un hombre piadoso, culto y refinado.
Mientras camina hacia Juan, la gente piensa dentro de sí: "No podemos culparle por lo que va hacer. Después de todo, no es de esperarse que un anciano reprenda a un joven, y mucho menos, sentado así en el piso."
Tarda en llegar hasta el frente... su bastón va sonando según camina. El silencio es absoluto. Ni siquiera se oye el respirar de los presentes.
Tampoco puede continuar el sacerdote ante su expectativa de lo que habrá de hacer el anciano diácono.
De momento, observan cómo éste suelta su bastón sobre el piso y con gran dificultad se sienta en el piso junto a Juan con el fin de, junto a éste, adorar a Dios. La emoción no tarda en embargar a todos los presentes.
Luego de que el sacerdote logra calmar sus propias emociones, le dice a los presentes: "Lo que yo voy a predicar, tal vez ustedes nunca lo recordarán. Mas, lo que acaban de ver, jamás lo olvidarán. Tengan sumo cuidado de la manera en que viven. "Podría ser que ustedes sean la única "Biblia" que algunas personas alcancen a leer."